
Los últimos escándalos empresariales me han hecho reflexionar sobre la necesidad de impulsar el desarrollo del “compliance” en su verdadera y profunda dimensión.
Quizás, una buena aplicación del mismo hubiera ahorrado algún disgusto a los accionistas o, quién sabe, a la Alta Dirección de alguna empresa.
En primer lugar vale la pena que clarifiquemos este concepto. Compliance se podría traducir al español como “cumplimiento normativo” o adecuación de la empresa a las normas reguladoras de su actividad y a la normativa interna de la empresa.
El Compliance supera las limitaciones de una asesoría jurídica, ya que se centra en los procesos de la entidad y su idoneidad con las regulaciones pertinentes y normas internas proponiendo no sólo correcciones, sino propuestas de mejora y actualización. La auditoría interna, por su parte, verifica que se cumplen las políticas corporativas y los controles establecidos al efecto.
La actividad de Compliance es clave para que el buen hacer de la empresa no se limite sólo a los deseos del Consejo y la Alta Dirección.
Forma parte de la denominada cultura de una entidad que sobrepasa a actitudes que se limitan al cumplo y miento e incorpora una gestión empresarial ética y unas prácticas de gestión responsables.
La actividad de Compliance no es pues en absoluto una moda sino la respuesta a la necesidad de análisis, corrección y mejora continua imprescindible en la vida empresarial.
Es una labor silenciosa más eficaz que las grandes y a veces huecas palabras sobre la reforma de la empresa.
